La Lira Colombiana de Pedro Morales Pino. Medellín, ca. 1901. Fotografía de Melitón Rodríguez. Biblioteca Pública Piloto, Medellín
Septiembre de 2016
Por :
Egberto Bermúdez

UN SIGLO DE MÚSICA EN COLOMBIA: ¿ENTRE NACIONALISMO Y UNIVERSALISMO?

En 1894, en las páginas de la influyente Revista Gris, el joven violinista Narciso Garay lamenta la ausencia de "compositores nacionales" en nuestro país y clama por la necesidad de "un Chopin que depure los aires nacionales", a la vez que admite que la única forma de hacerlo es a través del "trato constante con los autores clásicos y los modernos más renombrados para procurar asimilarlos a la esencia de la belleza musical". Garay, quien pertenecía a una familia de artistas profesionales (nieto de un fino escultor y ebanista e hijo de Epifanio, el pintor), pone sobre el tapete las dos alternativas que habrían de constituir la encrucijada para los músicos colombianos de este siglo: el universalismo y el nacionalismo.

A la izquierda: Olav Roots. Caricatura de Juan Cárdenas, 1972. A la derecha: Antonio María Valencia. Dibujo de Roberto Pizano, París, 1926.

 

Sin embargo, tal vez esta no era la verdadera disyuntiva. Si nos preguntamos qué sabían hacer los profesionales (o los aficionados) de la música hace cien años, tenemos que responder que sabían más o menos tocar instrumentos y que estos eran viejos y la mayoría obsoletos y sin mantenimiento. Habían oído poco a Beethoven y Schumann y probablemente nunca a Wagner. Los pianistas sabían de Henri Herz y Chopin, algo de Listz y los otros instrumentistas iban sólo un poco más allá de las partes de partituras de opera. La escuela que conocían en cuanto a la música europea era la de la ópera y la música de baile. Su tradición era la de la música religiosa, trisagios, lamentaciones y salves que balbuceaban en el estilo del Stabat Mater de Rossini y alegres villancicos, remanente de la cultura colonial, que acompañaban con bandolas y guitarras y que cantaban con entusiasmo y hasta con verdadera convicción religiosa. Así pues ¿cuál universalismo y cuál nacionalismo? El primero apenas si lo conocían y el otro estaba apenas en ciernes.

Lo cierto es que sólo a comienzos del siglo XX se comenzó a conocer un repertorio internacional de música europea diferente a la de baile o a las transcripciones de trozos operáticos para piano, de marchas y piezas brillantes para banda y sencillas obras instrumentales de autores que hoy no figuran en ningún diccionario. La música local tenía el pasillo como bastión instrumental, para piano y grupo de cámara, y el bambuco como modelo de canción. Pedro Morales Pino había iniciado nuevas tendencias, adoptando la estudiantina de cuerdas española como formato instrumental y la poesía de inspiración culterana como texto. Igual hizo Emilio Murillo al usar el ropaje virtuosístico para sus pasillos y en respuesta a las quejas de Garay y otros muchos. Los pasillos y bambucos, predilectos de las tertulias y cenáculos literarios, constituían "la música nacional", que para muchos era la música por excelencia, la única que había.

Fabio González Zuleta. Fotografía de Rosas. Conservatorio de Música, Universidad Nacional de Colombia

 

En 1910, Murillo había sido el primer músico colombiano en hacer grabaciones en los Estados Unidos, aun antes de perfeccionarse el nuevo sistema ortofónico, y en el momento de conocerse éstas (pasillos, bambucos, el himno nacional) en Bogotá, Uribe Holguín organizaba conciertos con música de Fauré, Grieg y Debussy, unos meses después Lalo y Wagner y por último Glinka, Rimsky-Korsakov y Mussorgsky. Las fuerzas quedaban igualadas y la polémica sobre la música nacional se reavivó en la pluma de los intelectuales con el telón de fondo de la Gran Guerra. Las posiciones eran irreconciliables: por un lado Murillo y Guillermo Quevedo, xenófobos y empeñados en universalizar su provincialismo, y por otra parte Uribe Holguín, mejor conocedor de la música europea, pero prejuiciado y desinteresado por la tradición local. Sin embargo, había posiciones más equilibradas, y cuando en 1924 este último gana el Concurso Nacional con una obra nacionalista, compositores ya maduros como Gonzalo Vidal y Luis A. Calvo lo felicitan y comparten su triunfo.

A la izquierda: Olav Roots, director de la Orquesta Sinfónica de Colombia desde 1953  hasta su muerte en 1974. A la derecha: Dueto de Darío Garzón y Eduardo Collazos.

 

En la segunda mitad de la década de los veinte se comienza a transformar el panorama musical colombiano con los intentos de integración política nacional y la consolidación de los medios de comunicación, aviación, periódicos y revistas, luego emisoras, y más tarde la creación del mercado del disco. Éstos y el entusiasmo transformador de los nuevos gobiernos liberales vieron proliferar canciones, danzas, pasillos, música de baile norteamericano (fox-trots, two-steps, etc); piezas de ocasión avivaron el fervor nacional en la guerra con el Perú y al final de la década en la Costa surgieron el porro y el fandango como la contraparte nacional a la reconocida música de baile cubana. Las polémicas entre Uribe Holguín y Antonio María Valencia sobre el Conservatorio Nacional ocupaban los periódicos e hicieron tomar partido a los músicos, pero no afectaron ese arrollador proceso.

El establecimiento de Discos Fuentes en Cartagena y su combinación con una orquesta y una emisora siguiendo el modelo norteamericano tuvieron gran impacto y pronto lograron que en Bogotá se abriera el campo a estos nuevos tipos de entretenimiento. Para el centenario de Bogotá en 1938, Adolfo Mejía ganaba un premio con una obra orquestal nacionalista, mientras que él y Alex Tobar, también músico práctico y compositor, tocaban en varias orquestas de baile, en la emisora Ecos del Tequendama, e impregnaban su música con las armonías del jazz y de las canciones de Broadway, una tradición que sólo perviviría con Jaime León después de los años sesenta. Aquí, sin embargo, se presentaban ya en el seno de la música popular serios desniveles internos, ya que los arreglos de Lucho Bermúdez o Alex Tobar y el nivel de Felipe Henao en el piano estaban lejos de la apenas convincente musicalidad de Garzón y Collazos o de Guillermo Buitrago. Para complementar el panorama, en esta coyuntura surgen también la Orquesta Sinfónica de Colombia y primera "fusión" musical colombiana, la rumba criolla de Emilio Sierra, Diógenes Chaves y Milciades Garavito, conciliación del bambuco y el pasillo con la rumba y los ritmos caribeños. La Sinfónica comenzó siendo dirigida por Guillermo Espinosa y tuvo en Olav Roots su más importante director. Por su parte, los ritmos caribeños (en especial el merengue) se arreglaron en medios campesinos del interior, repertorio explorado más tarde en la "carranga" de Jorge Velosa.

Lucho Bermúdez y su Orquesta. Afiche de cartelera. Fundación Lucho Bermúdez, Bogotá

 

Jesús Bermúdez Silva, Antonio María Valencia, Fabio González Zuleta y el mismo Uribe Holguín y sus seguidores no participan de este auge musical. Se defienden (a veces uno del otro) como guardianes de los altos designios estéticos contra lo que consideraban vulgaridad y chabacanería y, tal vez sin quererlo, cortan las alas a una buena parte de sus potenciales sucesores. Habría que esperar a los años sesenta para que apareciera una nueva generación de músicos que pudieron estudiar fuera e intentarían oxigenar el convencional medio de la música académica. Atehortúa, Escobar, Jacqueline Nova, Germán Borda y otros capitalizarían el ensanchamiento del medio musical y hallarían su tribuna en la nueva Sala Luis Angel Arango, orquestas nuevas o remozadas con músicos extranjeros y las nuevas emisoras culturales. La música antigua (renacentista y barroca) aparece en escena gracias a la carrera internacional de Rafael Puyana, único intérprete colombiano que participó en tendencias internacionales como alumno de la celebrada Wanda Landowska; sus propuestas interpretativas para la música española e italiana, por su emotividad y alto nivel técnico, tuvieron gran acogida y hoy son vistas como una importante contribución a este movimiento.

La televisión abrió otros horizontes musicales, y los jóvenes buscaron modelos en el rock y el pop latinoamericano e internacional; de allí surgieron los Speakers y Oscar Golden, pero al mismo tiempo otros jóvenes alternaban el twist, Palito Ortega y Paul Anka con los compositores del renacimiento español e italiano, gracias a los Clubes de Estudiantes Cantores que, siguiendo el modelo del coro universitario norteamericano, se fundaron en varias ciudades del país (Bogotá, Bucaramanga, Barranquilla y Cali). Estos cambios no lograron tocar el problema fundamental, la falta de opciones musicales en la educación primaria y secundaria, vitales en el fortalecimiento de cualquier medio musical. Medellín no sólo descollaba en la industria textil: el terreno de los discos era también suyo (con participación de las empresas costeñas); gracias a buenos esquemas de promoción y distribución, logra integrar un mercado para la música colombiana de toda índole, porros, pasillos y bambucos, pasodobles y el incipiente vallenato y, a finales de los sesenta, nuevas tendencias como la música bailable "cachaquizada" de Los Graduados o Los Hispanos. Un neto crecimiento de la industria del entretenimiento y el avance de la radiodifusión permitieron esta expansión, que en esos años hizo explosión con las grandes orquestas de Lucho Bermúdez, Pacho Galán y Edmundo Arias, al igual que con el vallenato como género regional con pretensiones de nacional en los años setenta. El pop nacional obtuvo logros con los trabajos de Ana y Jaime, buena combinación de textos y convincente musicalidad.

El Conservatorio y las instituciones musicales del país hubieran podido participar en este proceso y no lo hicieron. Los prejuicios de quienes los orientaban y las falsas premisas del nacionalismo paternalista no permitieron darle a los músicos la formación que a nadie hubiera sobrado, ni al músico de banda ni al integrante de la estudiantina o el grupo de salsa o rock. Aquéllas siguieron produciendo muy pocos instrumentistas de calidad y la composición siguió orientada por nacionalismos de toda índole, el indigenismo de Jesús Pinzón Urrea, incursiones atonales y seriales "a la Ginastera" y también tendencias universalistas y abstractas como las de Roberto Pineda Duque o Germán Borda.

Las dos últimas décadas han visto la continuación de estos procesos enmarcadas en una creciente globalización y dependencia de las tendencias internacionales. La situación ha mejorado en cuanto a la calidad de la música popular y parece haber una articulación entre ésta y las instituciones musicales, ya que el rock, la salsa y el jazz cuentan hoy con instrumentistas de mejor formación. Por otra parte, las tendencias universales revivalistas y retro han redescubierto boleros, "chucu-chucu", cumbias y vallenatos primigenios, etc.

A finales de los ochenta, bajo la tendencia de la World music, también se redescubrió la música indígena y campesina que todavía sobrevive en el maltratado campo colombiano, pero cuyos testimonios más valiosos llevaban años empolvándose en algunas colecciones de grabaciones de campo, de muy poca difusión. Hoy, éstas han entrado a formar parte de una gran gama de opciones musicales que comparten las vitrinas de almacenes de discos con la música electroacústica, producciones independientes de compositores jóvenes, el rock progresivo, heavy metal o rap nacionales e intentos de reconstrucción de nuestro pasado musical. Sorprende el hecho de contar con una gran demanda de formación musical y con jóvenes que admiten con desenvoltura que desean hacer de la música su profesión. Sorprende también oír en foros cercanos a la educación y formación musicales las quejas de la falta de atención a "lo nuestro" y las ingenuas y absurdas propuestas de una educación musical dirigida por el viejo nacionalismo de que hemos hablado ¿Es posible que a puertas del siglo XXI nos estemos haciendo todavía las mismas preguntas?