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La semiótica de una pandemia, según Gilles Lipovetsky

Más allá de su función sanitaria, el tapabocas cumple ahora, también funciones estéticas.

Más allá de su función sanitaria, el tapabocas cumple ahora, también funciones estéticas.

Foto:Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO

El sociólogo francés habló sobre cómo la covid-19 puso en pausa a ‘la sociedad de la seducción’.

Uno de los costos semióticos más altos de la pandemia habrá sido el uso del tapabocas, nuestra pérdida temporal del rostro, la fractura del yo, de la comunicación facial con el otro, de la identidad individual que de un momento a otro se vio oculta, generando distancia y resquebrajamiento de lo social.
Más que el encierro, la mascarilla ha sido la verdadera distancia, el aislamiento. La prenda indispensable para evitar el contagio, pero a la vez el imaginario de peligro y de rechazo. La percepción del otro mediada por la sospecha y la desconfianza. La señal de ‘apártese’ y el colapso de la seducción que debió migrar hacia nuevas formas y canales de comunicación.
Con el tapabocas no hablamos bien, no se nos oye bien, la intención del tono se altera en pro de ser escuchados. Tampoco se ve si sonreímos, si algo nos agrada o nos molesta. Obliga a subir el volumen, a diluir la intención de nuestros gestos, a perder el tono original de lo que queremos decir. Desaparece toda la carga de expresividad facial, así como la sonrisa, que es por esencia la conexión, el fee-ling con los demás.
Hoy, cuando es un elemento obligatorio y vital en nuestra disciplina de sobrevivencia, el impacto social de este pequeño rectángulo de 18 × 10 centímetros nos deja una multiplicidad de efectos semióticos, sociológicos y comunicativos de la mayor trascendencia.
Pasamos de ni siquiera querer mirarnos unos a otros en los primeros meses a una amplificación de la comunicación visual como único puente y forma de contacto. Y, después, a intentar sobreponer nuestro rostro sobre el muro infranqueable de la mascarilla.
Empezamos por pintarle narices, bocas, por transformar su simple función sanitaria en estética y convertir ese ocultamiento del rostro en moda. Y así, los ojos adquirieron mayor énfasis, lo mismo que la expresión corporal.
El impulso por ‘completar’ nuestra cara estalló en mil diseños y posibilidades. La necesidad humana de ‘estetizar’ el mundo y convertir cada elemento en algo no solo útil sino bello (instinto inherente del Homo sapiens), encontró en la tela o el papel quirúrgico la nueva pancarta de expresión. El rostro se convirtió en vitrina empresarial, panfleto de muecas, afiche publicitario, lienzo de arte y hasta muro para grafitear y para la protesta.
Sobre el tapabocas, símbolo del año 2020 y del virus global, se escriben reclamos, se pintan señas, se plasman logotipos, se imprime toda clase de marcas, y hasta se le exalta como objeto de lujo y de moda. Un intento por volver más amable aquello que se nos presenta como un ‘candado’ para la interacción social. La tragedia de comienzos del siglo XXI trasmutada en tendencia ‘fashionista’.
Hablé de estos y otros aspectos con el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, uno de los principales analistas del mundo contemporáneo, con quien hace un año abordamos uno de sus temas frecuentes de análisis: la sociedad de la seducción, esa pulsión intensa de la hipermodernidad que la pandemia frenó en seco.

¿Cómo ve el efecto de la pandemia en la interacción social, y el impacto del tapabocas, de perder buena parte de nuestro rostro, en lo que denomina “la sociedad de la seducción”?

Lo que generó la pandemia obviamente ha sido lo que yo llamo una verdadera máquina antiseducción radical, pues el imperativo de lo sanitario y de la protección es lo que prima. Y la seducción no es eso. La seducción es el teatro del artificio que busca resaltar los encantos de una persona. Es la ropa, el maquillaje, todo lo que hacemos para ‘mejorarnos’ y para agradar a los demás.
Con la pandemia todo eso perdió importancia. Como la gente debe permanecer en su casa, todo lo que implique reunirse (bares, clubes, fiestas) quedó prohibido. Solo quedaron las pantallas donde comunicarnos sin tapabocas, y ahí el territorio de la seducción y sus estrategias están suspendidos.
Eso le ha dado, sin duda, una tonalidad muy triste a este momento, el clima de relación social está depresivo, la gente está temerosa, arrinconada. La moda, las salidas, el encontrarse, todo eso quedó detenido. El virus se presentó como algo desconocido. Y lo desconocido produce miedo. Y el miedo remplazó el deseo de encuentro.
Por ahora, la gente solo comparte con sus cercanos. Y la seducción, que suele dirigirse más hacia gente nueva, quedó aplazada. Eso no significa que la gente no se arregle para estar en su casa o participar en una videoconferencia, pero obviamente hay una gran reducción de todo ese ‘teatro personal’. De ahí que la industria cosmética registre caídas vertiginosas en objetos como los pintalabios, por ejemplo. Pero todo va a pasar.

¿La seducción migró o aumentó hacia el ámbito de lo virtual y de las pantallas?

Pero solo como juego, porque en este momento la seducción es vista como algo peligroso. Los gestos, la sonrisa, el maquillaje, todo eso que es consustancial a la seducción quedó puesto entre paréntesis excepto en la virtualidad, donde no hay covid-19 ni contagio, y donde sentimos como si no pasara nada. Pero de ahí no podemos pasar al encuentro, porque implica un riesgo, un problema.

¿Ese reflejo de temor o recelo ante el otro perdurará en la pospandemia?

Muchos lo afirman, yo creo que no. Obviamente, los tiempos del virus ya nos cambiaron muchas cosas para siempre: las formas de trabajo, el cibercomercio, los mecanismos on-line, las nuevas formas de entretenimiento, el aumento de plataformas estilo Netflix, Disney, etc. Así mismo continuará un porcentaje importante de teleeducación, teletrabajo, videoconferencias, ciertos cambios del esquema educativo. Pero la seducción interpersonal regresará como antes, sobre todo cuando haya vacunas y se supere en buena medida el riesgo de contagio, que será relativamente pronto.

Usted dice que la seducción está presente no solo en las relaciones interpersonales, sino que es una lógica más amplia que atraviesa la integralidad de la vida social; casi la matriz del mundo actual. ¿Cómo afecta la pandemia esa lógica?

La seducción no es solo el maquillaje y la moda. Hay muchas otras seducciones, como todas las derivadas del consumismo, el entretenimiento, el turismo. Todo eso va a retomarse con mucha fuerza, precisamente porque la gente ha carecido de eso durante este período. El problema es que seguramente el poder de adquisición saldrá afectado y demore en despegar, pero ese es un problema de presupuesto, no de deseo. Las tendencias, los gustos, las aspiraciones no cambiarán.

¿Alcanzan a producirse cambios culturales de fondo después de una situación mundial como esta?

Sabemos que este periodo durará aproximadamente dos años, no más, porque ya hay vacunas en camino, entonces no hay nada en la cultura que alcanzará a cambiar de fondo. El hombre, el individuo moderno, no está enterrado ni muerto, y el gusto por descubrir las novedades, las bellezas y distracciones de la vida son consustanciales a ese individuo que ya no tiene tradiciones fuertes ni una religión severa que constriña su existencia. De manera que siempre persiste el ansia de novedad, de los placeres de la vida.
La pandemia no hace desaparecer eso. El deseo es un fenómeno antropológico. No hay ser humano sin deseos. Pero a lo largo de la historia los deseos no son los mismos, sino que cambian, evolucionan. Los anhelos de un hombre primitivo no son los mismos del hombre moderno. Además, cambian según las culturas. De manera que cuando el virus pase, todo volverá a la normalidad.
Recordemos el pánico que produjo el sida en los años 80. Fue algo parecido. Creó un verdadero terror y miedo al otro, la probabilidad de contraerlo era alta. Pero luego se habló de tratamientos y el pánico pasó. Y sin embargo es una enfermedad que sigue activa, presente, pero dejó de ser aterrorizante y ya ni pensamos en ella. Esto para decir que la pandemia no va a cambiar nuestras maneras de sentir y de desear. Lo que sí cambiará serán algunas orientaciones de los Estados y ciertas políticas.

Foto:Jaime García. EL TIEMPO

¿La crisis económica que se vive, y que durará un tiempo, podría precipitar ciertos cambios?

La caída del poder de adquisición no afecta el deseo. De hecho, hasta en las comunas y los barrios más vulnerables de América Latina se anhelan marcas, moda, turismo. La pobreza no hace desaparecer esas ansias. Pero, lógicamente, una cosa son las aspiraciones y otra, la realidad económica que lleva a muchas frustraciones. Ese es otro asunto. La falta de poder adquisitivo afectará a mucha gente durante algún tiempo, pero aumentará el deseo y la nostalgia por disfrutar de las cosas bellas.

A épocas difíciles siguen, a veces, auges insospechados. ¿Sería este el caso?

Claro, un ejemplo clásico de eso ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial, en 1947, cuando se dio todo el éxito mundial de Christian Dior, quien anunció el surgimiento de un nuevo look y lanzó esa imagen muy glamurosa de la mujer, toda esa feminización representada en la parisina chic. Y lo hizo en plenos tiempos difíciles, nada menos que en el período de reconstrucción de la posguerra. Pero había tal deseo de belleza, de charme, de encanto, de seducción, que paradójicamente eso fue lo que logro el éxito.
Porque la Guerra era la abstinencia, la carencia, incluso el hambre, etc., y cuando pasó, lo que surgió fue un apetito de vivir y de vivir mejor, lo que llevo a todo ese auge.

¿Cómo ve el impacto del tapabocas en lo individual y social?

A veces sentimos que el tapabocas nos agrede profundamente porque no estábamos acostumbrados a él. Cosa que en Oriente no se vive igual, porque allá están más acostumbrados a usarlo. De hecho, su uso no les disminuye el ritmo frenético de consumo, que es muy alto. Son consumidores compulsivos.
En nuestro caso el impacto es mayor. En América Latina lo decoran más. En Europa algunos lo ven como un atropello a la libertad o como algo perjudicial para la educación y para los niños. Hay argumentaciones al respecto, aunque muy minoritarias. Sobre eso, considero que el principio de libertad individual tiene sus límites. Uno no puede exigir su libertad afectando a los demás. La libertad propia termina donde empieza la del otro. Y en una pandemia es obligatorio cuidarnos todos.
De manera que no toda limitación de la libertad es indigna. Muchas son legítimas, como en este caso. Observo, además, que la mayoría de la gente acepta usarlo. Esa conciencia de su necesidad y de la protección que implica es muy destacable. Por supuesto, no es agradable ni se respira bien con él, pero se entiende lo esencial que resulta.

Sabemos que este periodo durará aproximadamente dos años, no más, porque ya hay vacunas en camino, entonces no hay nada en la cultura que alcanzará a cambiar de fondo

¿Sobre qué aspecto está enfocando sus análisis por estos días?

Estoy impactado por el hecho de que las protestas en Europa se enfocan más en el problema de cerrar los almacenes y los establecimientos comerciales porque se considera que, con la implementación de ciertas medidas de protección, la vida debe poder continuar y no detenerse. Porque lo contrario sí destruye y acaba la vida económica que es el sustento, cosa que no se puede extender indefinidamente. Eso sí se ve como algo nada legítimo. Los tapabocas, en cambio, aunque a la mayoría no le gustan, los usan y han sido sin duda el objeto central en la pandemia.

***

Lipovetsky continúa haciendo el registro sociológico del año 2020. Año extraño en sus vivencias y expresiones, pues la sensación de pérdida nos llevó, entre otras, a reacciones curiosas como mutilarle de paso el rostro al arte, a taparles la boca a cuadros y esculturas, a dejar el bronce cubierto de cauchos y retazos como si ni siquiera nuestro reflejo pudiera quedar al descubierto. Verse con ‘bozal’ ha sido más impactante para la humanidad que la misma pandemia, como la escena bíblica de una muchedumbre marchando cabizbaja y humillada, ya no encadenada sino ‘enmascarada’.
Hoy, quitarse la mascarilla es un peligro. Cuando el peligro pase, significará la nueva desnudez, el triunfo semiótico del tapabocas que habrá servido no solo para redescubrirnos el valor del reencuentro, sino, sobre todo, el valor del rostro tan desplazado por la sobrevaloración del cuerpo. Un cuerpo que sin cara no es más que objeto anónimo de consumo.
SOPHÍA RODRÍGUEZ POUGET
Especial para EL TIEMPO
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